A Augusto César Lendoiro no lo parieron en Riazor ni en los palcos de la UEFA. Nació en Corcubión, en plena Costa da Morte, un lugar donde el mar rompe con fuerza y el viento enseña pronto a los críos que la vida no regala nada. Allí llegó al mundo el 6 de junio de 1945, y dos años después sus padres, como tantos gallegos de entonces, hicieron las maletas rumbo a A Coruña, buscando futuro. Fueron a parar a la avenida América, hoy Pla y Cancela, cuando todo aquello aún olía a tierra y tranvía.

Augusto era un rapaz que no pudo correr mucho en sus primeros años. Tuvo problemas para andar y pasó largas temporadas en cama. No hubo tablet ni tele, claro. Lo que había era papel y tinta, y una madre, doña Josefa, que le enseñó a leer como se debe: con el periódico Marca entre las manos. Así aprendió a juntar letras, con goles, alineaciones y portadas gloriosas. Aquella primera lectura lo marcó más que cualquier manual de Derecho.

Estudió en los Maristas, con compañeros como Paco Vázquez, que luego sería alcalde. Pero Augusto ya entonces iba por libre. Tenía la cabeza llena de fútbol, de deporte, de organización. A los 15 años fundó el Ural Club de Fútbol, y no sólo lo fundó: lo presidió, lo vistió, lo llevó al campo. Un equipo de críos que se convirtió en cantera de lujo en Galicia. Porque Lendoiro no sabía estar quieto. Ni sabía rendirse.

Se licenció en Derecho en Santiago, como quien cumple con el expediente. Lo suyo era la calle, el deporte, los retos. Volvió a Coruña y, gracias a su suegro, entró a trabajar en el Liceo La Paz. Maestro, gerente, lo que hiciera falta. Allí puso en pie el Hockey Club Liceo. Y lo que parecía una excentricidad —hockey sobre patines en Galicia— acabó siendo una leyenda: el club más laureado de toda la comunidad.

Luego vendría el Dépor, claro. La épica. La historia que todos conocemos. Pero antes del palco, de los fichajes, de la Liga, estaba este niño que aprendió a leer con el Marca, que soñó en una cama de niño enfermo, que fundó clubes donde otros fundaban excusas. El Augusto de barrio, de fútbol en los pies y verbo en la boca. El que quería a A Coruña como se quiere a una madre: con orgullo, con instinto, sin pedir nada a cambio.

Y por eso, hoy que cumple 80 años, conviene recordarlo no sólo como presidente, sino como lo que fue antes: un gallego testarudo, un creador de sueños, un pionero. Un hombre que convirtió su infancia en su bandera.

Presidente, gracias por todo.
Y felicidades, desde el corazón.