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En el siglo XVIII, en plena Ilustración, el emperador José II de Austria decretó una reforma penitenciaria revolucionaria que abolía las torturas físicas y apostaba por el trabajo correccional. Esta reforma también promovió experimentos sociales insólitos, como enviar niños huérfanos a vivir con criminales "arrepentidos" bajo la idea de que el ejemplo adulto serviría como guía moral. Aquella utopía penal terminó con múltiples denuncias por abusos. Además, los niños no fueron rehabilitados, sino sacrificados.

Más de dos siglos después, Alemania Occidental repetiría ese error. Esta vez con una capa de modernidad y con otro lenguaje, pero con los mismos ingredientes: menores vulnerables, adultos peligrosos, teorías aparentemente revolucionarias y un Estado dispuesto a mirar hacia otro lado. El resultado fue uno de los experimentos sociales más oscuros de la Europa reciente: el Experimento Kentler.

Durante más de 30 años, psicólogos, trabajadores sociales y funcionarios permitieron y promovieron que menores tutelados fuesen entregados en régimen de acogida a hombres adultos con historial pedófilo, bajo la idea de que el afecto sexual podía ayudarles a estabilizarse. No lo hicieron por error, fue parte de un plan liderado por uno de los pedagogos más influyentes del país: Helmut Kentler.

El doctor que lo sabía todo

Helmut Kentler nació en 1928 y vivió su juventud bajo el régimen nazi, aunque siempre afirmó haberlo rechazado. Era carismático, tenía influencia política y ocupó cargos clave en la pedagogía estatal. Además, en los años 60, se convirtió en una voz progresista dentro del nuevo pensamiento sexual alemán.

Kentler creía que la sexualidad reprimida era la raíz de muchos males y defendía la educación sexual desde edades tempranas, pero su teoría iba mucho más allá. En varios ensayos publicados entre los años 60 y 70, Kentler afirmó abiertamente que las relaciones sexuales entre adultos y menores no siempre eran dañinas, y que en algunos casos podían ser incluso "educativas".

En un informe de 1970, Kentler explicaba que había colocado personalmente a tres adolescentes sin hogar con un hombre que sabía que era pedófilo. El resultado, según él, fue un éxito, ya que los chicos "mejoraron su comportamiento", "volvieron a la escuela" y "desarrollaron vínculos afectivos estables". Nunca mencionó si habían sufrido abusos, sólo concluyó que la pederastia, en ciertos contextos, podía tener un "valor social". El Gobierno de Berlín no sólo no lo detuvo. Le dio más poder.

John F. Kennedy durante su discurso el 26 de junio de 1963 en Berlín Occidental.

John F. Kennedy durante su discurso el 26 de junio de 1963 en Berlín Occidental. Wikimedia Commons

Pederastia institucional

A lo largo de las décadas de 1970, 80 y parte de los 90, el Instituto Kentler, un organismo financiado con fondos públicos, colaboró con las autoridades de Berlín Occidental en el diseño de programas de acogida para adolescentes considerados "difíciles": huérfanos, abandonados, niños de la calle o con problemas escolares.

Muchos de ellos fueron enviados a vivir con adultos que figuraban en registros psiquiátricos o policiales como hombres con inclinaciones pedófilas, bajo la justificación de que "al menos recibirían afecto". No se trataba de acogidas masivas, sino de casos discretos, puntuales y ocultos bajo informes académicos.

Lo más alarmante es que algunos de esos adultos estaban en contacto directo con Kentler, que mantenía correspondencia con ellos y monitoreaba la evolución de los menores, llegano incluso a intervenir para justificar su custodia ante los tribunales o servicios sociales.

Durante décadas, los menores acogidos no hablaron. Algunos pensaban que lo que les ocurría era normal, mientras otros temían no ser creídos. En los expedientes, no constaban denuncias y todo parecía funcionar. Kentler siguió publicando, dando clases universitarias, y se convirtió en una figura respetada hasta su jubilación. Finalmente falleció en 2008, sin que nadie le pidiera cuentas. No sería hasta el año 2016, cuando uno de aquellos niños, ya adulto, decidió romper el silencio. Y entonces, todo comenzó a salir a la luz.

El informe que lo cambió todo

En 2020, el Senado de Berlín encargó una investigación independiente a la Universidad de Hildesheim, que elaboró un informe, de más de 300 páginas, que fue devastador. Confirmó que el Estado había colaborado con un plan que permitía a pedófilos acoger niños, y que las autoridades lo sabían. No había sido un accidente, sino que se trataba de una política deliberada, tolerada por instituciones educativas y judiciales.

Se documentaron al menos 16 casos directamente vinculados a Kentler, aunque los investigadores sospechan que el número real es muy superior, en los que no hubo seguimiento, ni protección real, tan sólo silencio, complicidad y abandono.

Los autores del informe señalaron que al menos tres de los acogedores identificados habían sido condenados previamente por abusos sexuales, pero, aun así, siguieron recibiendo menores.
Uno de ellos, un profesor, llegó a tener a su cargo a varios chicos entre los 70 y los 90 y en su casa había material pornográfico, vídeos caseros y documentos que a día de hoy están bajo investigación judicial.

Artículo sobre la investigación.

Artículo sobre la investigación. Universidad de Hildesheim

¿Cómo pudo ocurrir?

El contexto ideológico de la época ayuda a entender, aunque no a justificar, la ceguera institucional. En los años 70, una parte del movimiento progresista en Alemania defendía la "liberación sexual" como una forma de emancipación personal y algunos colectivos radicales incluso normalizaban la atracción por menores como parte de esa liberación.

Kentler se movía en ese ambiente y usó su autoridad científica para justificar lo que muchos querían creer: que el problema no era la pederastia, sino la represión. Su figura funcionó como pantalla académica y su éxito como educador le protegió durante décadas.

Además, el sistema de acogida estaba saturado, los recursos eran escasos y nadie quería cargar con estos chicos problemáticos, así que, si alguien los aceptaba, miraban para otro lado.

Hoy, el Estado alemán ha pedido disculpas oficialmente, se han creado comisiones de reparación y algunas víctimas han comenzado procesos judiciales, pero muchas heridas siguen abiertas. Algunos de los menores abusados acabaron con trastornos severos, otros vivieron vidas marcadas por la adicción o el aislamiento y a todos les arrebataron algo que el Estado debía proteger: la infancia.

Kentler no fue juzgado y murió sin responder. Su legado ha obligado a revisar miles de casos de acogida en Berlín y otras ciudades alemanas y a preguntarse cuántas veces más se confundió el progreso con la perversión.

¿Un caso aislado?

Aunque Alemania ha reconocido su error, el caso Kentler no es único. En Reino Unido, el escándalo de los abusos en orfanatos del Estado duró décadas, en Francia, el "caso Duhamel" reveló una red de abusos silenciados en la élite intelectual y en España, aún se investigan casos de violencia institucional en centros de menores tutelados.

Pero sea en un lugar o en otro, el denominador común siempre es el mismo: niños vulnerables, adultos poderosos y un sistema que falló en lo más básico.

Olivier Duhamel.

Olivier Duhamel. Wikimedia Commons

El experimento Kentler demuestra hasta dónde puede llegar una idea cuando se impone sin ética. Porque el verdadero escándalo no es que un hombre tuviera una idea aparentemente descabellada, sino que el Estado la financiara, la aplicara y la protegiera.

Hoy, algunos de aquellos niños ya son abuelos, llevan vidas normales, o lo intentan, pero cargan con un pasado que nunca debió ocurrir. No eran experimentos ni sujetos de estudio. Eran personas, niños, que una de las democracias más avanzadas del mundo olvidó proteger.