Llega el verano, esa estación radiante y embaucadora que promete descanso y entrega insomnio con temperaturas nocturnas de más de 35 grados. Las revistas nos muestran familias sonrientes en playas de aguas turquesas, padres atléticos en modo zen, hijos sin mocos, suegros amables y nueras que son encantadoras de abejas. Una mira la escena y se pregunta: ¿en qué catálogo viven estas personas y cómo se accede a eso?
La realidad, queridos lectores, es otra. A finales de mayo y con los primeros calores rastreros ya estamos todos empujando el cadáver de la primavera, víctimas de la astenia y de la economía doméstica que ha sido víctima de sí misma. Empiezan las conversaciones en casa: "¿Y este verano qué hacemos?", preguntamos con entusiasmo fingido, como quien pregunta por la salud del cuñado con cálculos renales.
Cada uno empieza a tirar hacia su campo. Los hay que quieren "desconectar", lo que en su idioma significa ver la Eurocopa sin interrupciones y con cerveza fría. Las hay que quieren "conectar", lo que en el suyo implica rutas de senderismo, vino natural y conversaciones existenciales al atardecer. Los niños quieren parques acuáticos y desayunar helado. Los abuelos solo quieren que se vayan todos y estar a gusto en casa sin obligaciones de nietos ni de hijos. Y tú... tú lo que quieres es silencio. Tres días en un monasterio sin cobertura, sin tostadora, sin nadie que diga "mamá".
Pero claro, las vacaciones no se eligen: se negocian. ¡Oh sí! Es como el Brexit, pero con padres, suegros, cuñados y protector solar. Vamos cuadrando agendas como quien juega al Tetris emocional. "Tres días con tus padres, cuatro en la playa con los míos, uno de turismo rural y si nos sobra, un finde de spa los dos solos". Spoiler: nunca sobra. El spa es el primer sacrificado, siempre. Le siguen las tardes de lectura, la siesta sin culpa y ese curso online que juraste terminar "en vacaciones".
Y mientras organizamos el Excel de la escapatoria, aparece la gran pregunta: ¿realmente pensamos en lo que nos viene bien, en lo que necesitamos en nuestro pequeño mundo familiar? ¿O solo tratamos de no estallar en un apartamento de 40 metros con dos ventiladores chinos que funcionan a ratos y un niño que pregunta cada 15 minutos si hoy se come en el chiringuito, cuando el menú está a 35 € por cabeza?
A veces confundimos vacaciones con logística. Amor con paciencia. Y descanso con cumplir expectativas. No, rotundamente no. El verano -aunque duela admitirlo- no es un teatro para que todo funcione perfecto. Es una lupa gigante que nos pone al sol, y ahí brillan las grietas y arruguillas del alma: la pareja que se lleva como primos lejanos, los hijos que no se soportan sin Wi-Fi, y nosotros, adultos cansados, intentando que la felicidad se parezca a lo que vimos en un folleto del Corte Inglés.
Y en medio de ese caos planificado estratégicamente en función de los ahorros, hay momentos reales. Momentos que son los verdaderamente importantes. Un desayuno sin prisa. Una carcajada inesperada de tus hijos. El primer baño en el mar con olor a crema solar. Una mirada que te dice que sin ti nada es igual. Esos instantes valen más que todas las fotos de catálogo o Instagram. Pero hay que estar atentos, porque pasan volando y, si pestañeas, te los pierdes.
Tal vez este año, en lugar de buscar "el mejor destino", podríamos buscar la mejor alianza. Una honesta y sencilla. Una donde alguien diga: "Yo me quedo con los niños una tarde, y tú te vas a leer sin culpa". Uno donde entendamos que a veces el verdadero descanso es no tener que gustarle a nadie durante dos días seguidos, sino amar sin ataduras ni desgastes.
Y si eso no es posible, al menos pongamos el aire acondicionado a 22, brindemos con tinto de verano, y recordemos que sobrevivir a las vacaciones también es una forma de amor.
Aunque sea con chanclas de hotel, platos de macarrones y alguna que otra amenaza de divorcio susurrada al oído.