Una escena  de 'La Carretera' (John Hillcoat, 2009).

Una escena de 'La Carretera' (John Hillcoat, 2009).

Entre dos aguas

El apagón como desastre natural: lo que nos separa de la devastación

Vivimos, aunque no nos demos cuenta, en el filo de la navaja de la tecnología. Nos puede salvar, pero también aniquilar.

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El apagón de la electricidad que España y Portugal sufrieron el pasado lunes 28 de abril nos enfrenta tan directa como dramáticamente a nuestra dependencia de la tecnología, de algunas especialmente, como es el caso de la eléctrica, que penetra en prácticamente todos los recodos de nuestras vidas y sociedades.

La ciencia ilumina nuestro entendimiento e inteligencia, pero es la tecnología, los innumerables artilugios que hemos ideado, la responsable de la abismal diferencia que nos separa de cómo vivían nuestros antepasados, no digo ya los ancestrales Homo sapiens sino incluso aquellos que vivían a mediados del siglo XIX, cuando la ciencia y tecnología electromagnética estaba dando sus primeros pasos en su implantación en la vida de personas y sociedades.

Se me dirá que la ciencia es la madre de la tecnología, y que sin ella no se habría conseguido el fantástico desarrollo que ha alcanzado, y es cierto… hasta cierto punto. En primer lugar, porque si miramos a la historia de la humanidad, no a las vidas y contribuciones de esas pocas luminarias de la ciencia cuyos nombres no nos cansamos de repetir, el estímulo de la aplicabilidad del, digamos, conocimiento puro, ha sido esencial para el cultivo de la ciencia, y el cuidado que ha recibido por parte de los poderes públicos, tímidamente a partir de mediados del siglo XIX, cuando se constataron los beneficios que aportaban la nueva química orgánica y la física del electromagnetismo, y ya, de manera mucho más decidida, después del final de la Segunda Guerra Mundial.

Y, en segundo lugar, porque la disponibilidad de instrumentos tecnológicos ha favorecido la generación de nueva ciencia. Sin ellos no es posible algo absolutamente básico para la ciencia: "ver" lo que realmente existe y sucede en la naturaleza; tal es el caso, por ejemplo, de la radioastronomía que ha permitido observar cuerpos cósmicos antes ni siquiera soñados (cuásares, púlsares).

La historia del desarrollo del electromagnetismo es apasionante. Al contrario que otras ramas de la ciencia —rayos X, cromosomas, virus, estrellas de neutrones…—, las manifestaciones del magnetismo y la electricidad han estado presentes siempre en la naturaleza: el magnetismo en la evidente atracción del hierro y otros metales de la magnetita, una mezcla de óxidos de hierro, la electricidad en los rayos que se producen en las tormentas, aunque en este caso se tardó mucho más en establecer su naturaleza "eléctrica" (el polímata del siglo XVIII, Benjamín Franklin, desempeñó un papel destacado en tal identificación).

Sin embargo, costó mucho entender la íntima relación entre electricidad y magnetismo: fue el escocés James Clerk Maxwell quien logró, en la década de 1860, unificar las dos fuerzas en una gran síntesis, el "electromagnetismo", que mostró, además, que la luz no es sino una onda electromagnética.

La disponibilidad de un aparato teórico como el electromagnetismo maxwelliano, abrió la puerta a mundos nuevos: producción, transmisión y distribución de energía eléctrica, corrientes continuas y alternas, iluminación, comunicaciones electrotécnicas, nuevos medios de transporte (en primer lugar el metro, más tarde trenes, ahora coches), iluminación, radio, televisión, procesos industriales de todo tipo, torres de comunicación… Mundos de gran complejidad, en los que la interconectividad es fundamental.

Desde la disponibilidad de armas atómicas, la humanidad no ha cesado de temer lo que una guerra nuclear podría ocasionar

De hecho, en esa dependencia mutua de múltiples sistemas parece residir al menos una parte del origen del pasado apagón, que, insisto, nos mostró con crudeza lo mucho que nuestras sociedades dependen de la electricidad, aunque, justo es reconocerlo, e independientemente de que acaso no se haya previsto el problema, también comprobamos el sofisticado aparato de mantenimiento de la red eléctrica nacional, que fue capaz de restablecer el servicio en un lapso de tiempo razonable dada la complejidad de la situación, situación que me ha llevado a otras reflexiones.

Desde la disponibilidad de armas atómicas, y la constatación de su poder letal en Hiroshima y Nagasaki (agosto de 1945), la humanidad no ha cesado de temer lo que una guerra nuclear podría ocasionar, temor constantemente redivivo en la actualidad por las amenazas de Vladimir Putin, y por los enfrentamientos entre Pakistán y la India, dos potencias nucleares. Un mundo apocalíptico que ha encontrado eco en numerosas obras literarias y cinematográficas; la mejor, la que a mí me transmitió un mayor sentimiento de desolación, La carretera (2006), de Cormac McCarthy.

Los esfuerzos político-diplomáticos por restringir la disponibilidad y accesibilidad de armamento nuclear han sido constantes, dando lugar a algunos bienvenidos tratados, que, no obstante, no han podido ocultar la fragilidad de los acuerdos entre naciones que, a la postre, siempre suelen dan preferencia a sus intereses. Ahora bien, lo que permite algún grado de esperanza —de hecho, hasta la fecha no se ha utilizado ninguna bomba atómica destructiva, como se hizo en Japón— es que el empleo de ese poder nuclear depende de nosotros, las personas, que afortunadamente no es algo que se produzca de forma natural y espontánea.

Desgraciadamente, no se puede decir lo mismo de los fenómenos electromagnéticos, como bien describe un libro que he vuelto a ojear recientemente, espoleado no solo por el pasado apagón sino por consejos como el del kit de emergencia que la Unión Europea ha recomendado que se tenga preparado ante posibles emergencias: Abrir en caso de apocalipsis (Debate, 2015, 2019).

En él, su autor, Lewis Dartnell, relata las consecuencias que podría tener un fenómeno sobre el que no tenemos ningún tipo de control, la aparición de una enorme eyección de masa coronal del Sol: "Un eructo solar particularmente violento —escribe Dartnell— chocaría contra el campo magnético que rodea nuestro planeta, lo haría resonar como una campana, e induciría enormes corrientes en los cables de distribución eléctrica, destruyendo transformadores e inutilizando redes eléctricas en todo el planeta".

El apagón global interrumpiría el bombeo de las reservas de agua y gas y el refinado de combustible, así como la producción de transformadores de repuesto. Con tal devastación de la infraestructura esencial de la civilización moderna sin que hubiera pérdida inmediata de vidas, pronto seguiría el desmoronamiento del orden social, y las muchedumbres errantes no tardarían en consumir las provisiones restantes, precipitando una despoblación masiva".

Vivimos, aunque no nos demos cuenta, en el filo de una navaja, la de la tecnología, que, como en un viejo dicho, puede servir para cortar los alimentos que comemos, pero también para matar. Para ¿morir de éxito?