Gaza no se parece a nada. No tenemos referencias para comparar lo que allí ocurre, aunque sea tentador emparejarlo con el nazismo, los guetos y la inquina diabólica contra un pueblo. El capítulo de las ignominias del hombre es extenso, pero el que ahora se escribe no tiene precedentes. Entre esas hojas manchadas de sangre, junto a los 60.000 palestinos asesinados en los últimos meses, también aparecen los colonos masacrados el 7 de octubre de 2023, los cuerpos abandonados en las cunetas en 1936, las matanzas balcánicas, los pogromos soviéticos o el sadismo de Trujillo.

Yéndonos a las páginas del golpe de Estado, en la Sevilla de Queipo las familias no se atrevían a recoger los cuerpos de las plazas para no ser detenidos, como pasó en el Pumarejo, en San Julián o en la Plaza Nueva, convertidas en cementerios en superficie. Hoy, al otro lado del mar, los gazatíes son acribillados cuando recogen comida de los escasos camiones humanitarios que llegan. Los horrores de unas y otras guerras no comparten geografía ni tiempo, pero sí algo más crudo, hondo y doloroso.

El tiempo nos ha enseñado que hay lugares que el mundo decide dejar solos. Palestina es uno de ellos, y España también lo fue cuando la República agonizaba y las democracias europeas miraron hacia otro lado. Ahora los ojos se apartan de Gaza con la misma calma con la que entonces se sellaron los pactos de no intervención. No es neutralidad. Es abandono.

Conocemos bien el trauma de la soledad. Lo dejó la guerra, lo dejó la posguerra, lo dejó el silencio impuesto durante cuarenta años. Nadie vino a impedir los fusilamientos, ni los bombardeos; nadie impidió que la ciudad se rindiera a los pocos días de la sublevación. La ayuda que no llegó dejó cicatrices supurando, como las de esa franja hecha línea, a punto de quedarse sin geometría, en la que no hay redes de suministro, ni corredores humanitarios seguros, ni treguas que duren más de unas horas.

Como hijos del Mediterráneo, el dolor nos golpea a través del cordón umbilical que nos une. España pidió ayuda; se la negaron. Palestina la pide; se la niegan. Las razones cambian, pero el resultado no. Entonces se hablaba de equilibrio entre potencias, de evitar un conflicto mayor, y ahora se arguyen problemas de seguridad, intereses estratégicos y contextos complejos, en una ristra de palabras que camuflan, sin éxito, la inacción.

Sevilla lo mira desde su propia historia porque las fosas y las cunetas siguen ahí. Las historias de las familias que esperaron justicia durante generaciones, la memoria de quienes supieron que nadie iba a venir. Una ciudad –una sociedad– que ha vivido eso no puede permitirse la comodidad de la distancia, no debe mirar a Palestina como si fuera algo ajeno ni permitirse el lujo de creer que esto no le toca.

¿Cuánta destrucción será necesaria para que el horror se acabe? La diferencia entre el pasado y el presente es que ahora hay memoria. Lo que ocurrió aquí –o allí, en Centroeuropa– no se ha olvidado del todo: hay nombres recuperados, relatos reconstruidos, heridas contadas. Esa memoria debería servir para algo, al menos para que el dolor ajeno no se convierta otra vez en paisaje de fondo.

Gaza no es una excepción, es el reflejo de una banalidad del mal que reaparece como una invitada indeseable. Dice Teju Cole que "el mal se instala en la vida cotidiana cuando la gente no puede o no quiere reconocerlo como tal. Se cuela entre nosotros cuando estamos dispuestos a minimizarlo o a describirlo como otra cosa". Mientras pasan los días y las muertes, se nos va poniendo cara de verdugo. La historia dictará sentencia y habremos de explicar de qué lado estuvimos.