
Pedro Sánchez
Sánchez lo ha logrado: ningún español cree ya que el cambio sea posible
La gran pregunta para la que no obtenemos respuesta, pero que resulta inevitable plantearse, es para qué nos hace Sánchez pasar por todo esto.
Nuestra realidad política se asienta sobre dos certezas.
La primera es que Pedro Sánchez no quiere, bajo ningún concepto, dejar la presidencia del Gobierno.
La segunda certeza, consecuencia de la primera, es que, para mantenerse en el cargo, está dispuesto a permitir una degradación institucional y democrática sin precedentes.

Pedro Sánchez junto a José Luis Ábalos.
Cualquiera que se haya puesto a la tarea de intentar entenderlas habrá comprobado que las motivaciones de Pedro Sánchez resultan inescrutables.
Sólo se detecta en él un plan de acción, que se reduce a mantenerse en el poder, cueste lo que cueste y caiga quien caiga, mediante el control de la narrativa y la gestión de las crisis reputacionales. Como si la tarea de gobernar consistiera exclusivamente en cuidar la propia imagen en vez de solucionar los problemas a los que se enfrenta su país.
La gran pregunta para la que no obtenemos respuesta, pero que resulta inevitable plantearse, es para qué nos hace Sánchez pasar por todo esto.
Puede ser por delirio de grandeza. El de querer alzarse con el trofeo al presidente más longevo en lo que llevamos de democracia.
O puede ser por un ataque de megalomanía un tanto peculiar. El de querer colgarse la medalla al presidente que traspasó la línea, de difícil retorno, de convertir un país democrático en un régimen despótico.
¿Y saben lo peor de todo? Que ya nos empieza a dar igual.
Todos lo percibimos. Ese sabor metálico que se puede masticar con los dientes. Ese regusto tenaz, obstinado, que por mucha agua que bebas permanece implacable como recordatorio, pero también como advertencia de la realidad que vivimos en España.
Porque ese sabor metálico es el de la resignación pegándole un bocado tras otro a la poca esperanza que nos queda.
Es la resignación de quien no puede ni quiere llevar la cuenta. De quien tiene otras cosas mejores que hacer que estar pendiente de todos y cada uno de los dramas que asaltan a nuestro presidente.
Que si el máster de su mujer. Que si Koldo, Delcy Rodríguez, el apagón, las renovables o la fontanera de Ferraz Leire Díez.
Los escándalos que llaman a las puertas del Gobierno van a tal velocidad que llevar la contabilidad, y hacer al Gobierno responsable de cada uno de ellos, se ha convertido en una especie de expiación.
En un castigo que cada vez menos gente quiere asumir.
Porque así no hay quien viva y así no hay quien quiera vivir.
Pilar Alegría miente ante la pregunta de una posible rectificación sobre el bulo de la bomba lapa:
— Pedro Otamendi (@PedroOtamendi) June 3, 2025
“Varios ministros nos hicimos eco de una información (…) posteriormente algún medio ha considerado (…) que se podía interpretar de otra manera”.
Propagaron un bulo a sabiendas. pic.twitter.com/gCbhtSvJvm
Ernesto Sábato escribió en Resistencia que la única manera de contribuir a la protección de la humanidad consistía en no permitirse caer en la resignación.
A la vista de sus actos, podría decirse que nuestro Gobierno se ha empeñado en arrancarnos hasta el último pedazo de esa protección.
Pasito a pasito, día a día, mes a mes, nos ha empujado con una fuerza firme y constante hacia ese precipicio que es el convencimiento de la inevitabilidad.
De la imposibilidad del cambio.
De la certeza de que a mejor no vamos a ir.
Pero, ¡ay amigo!, prepárate.
Porque aún no hemos tocado fondo.
Este abandono, esta resignación, esta deserción, trae consigo de forma implícita e inevitable la aceptación del sometimiento.
El consentimiento a la servidumbre definitiva.