
El papa León XIV. EFE
¿Cuántas divisiones tiene el Vaticano?
Frente al derrotismo europeo cabe oponer el espíritu del 89, el nuestro, el de hace ya treinta y cinco años con la caída del Muro de Berlín y, como decía Milan Kundera, con la liberación de la Europa cautiva.
Esa es la pregunta que uno no podía dejar de hacerse este domingo 18 de mayo, tras la misa inaugural del nuevo papa, al ver las imágenes del presidente Zelenski conversando con el vicepresidente estadounidense J. D. Vance.
El mismo J. D. Vance que, dos meses antes, lo había tratado con tanta insolencia en el Despacho Oval.
El mismo personaje grosero que intentó humillar, y casi expulsó de la Casa Blanca, al Churchill ucraniano.

Volodímir Zelenski.
Y ahora, de pronto, ese apretón de manos aparentemente cordial… esa sonrisa empalagosa… esa mirada sosegada y, en otra imagen, en presencia de León XIV, casi extática…
Y quizá, según algunas filtraciones cuya fuente no parece provenir de Kiev, el inicio de un cambio de rumbo o, al menos, de un reequilibrio en la posición estadounidense.
Algunos hablarán de milagro. O de las virtudes del Espíritu Santo. O, como hace unas semanas, durante el funeral del papa Francisco, y el encuentro improvisado entre el propio Trump y Zelenski, de una espiritualidad oscura operando en los asuntos del mundo.
Pero lo que cabe señalar aquí es que Giambattista Vico no se equivocaba, en su obra Principios de ciencia nueva, al considerar al Vaticano una de las capitales donde se conservan el sentido y el gusto por el tiempo largo.
Ni Maquiavelo erraba al observar, en tiempos de la disputa entre güelfos y gibelinos, que es en esa ciudad donde se inventa, en buena parte, ese "arte noble" que es el arte diplomático.
Resta saber qué se dirán realmente, dentro de poco, cuando este Bloc de notes se publique, Trump y Putin, y si existe o no entre ellos un pacto que resista a todo, incluso a la sabiduría, la bondad y la ambición de un soberano pontífice americano.
Continuará.
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Recordamos al mismo J. D. Vance acudiendo a la conferencia de Múnich a aleccionar a los europeos, a darles una lección de libertad de expresión y a abogar, en realidad, por los partidos populistas, soberanistas o de corte fascistoide que, desde hace algunos años, se esfuerzan por deshacer el legado de Jean Monnet, Robert Schuman y Alcide De Gasperi.
Tenía en mente a la AfD alemana.
Sin duda al Reagrupamiento Nacional francés.
Pero se centró especialmente en el caso de Rumanía, donde poco antes se había anulado una elección presidencial cuyo candidato de extrema derecha, respaldado por una injerencia rusa total, había ganado la primera vuelta.
“Escándalo”, dijo Vance.
La injerencia real, insistió, era la de las “agencias de inteligencia” de los “vecinos continentales” de Rumanía.
Y Elon Musk, entonces en la cúspide de su influencia, remató en X: “¡Rumanía merece su propia soberanía!”.
Y Pavel Durov, el polémico fundador de Telegram, insinuó, en vísperas de la votación, que fue la Francia de Emmanuel Macron la que se inmiscuyó en la elección.
Pues bien, la elección se celebró. Y esa es la otra buena noticia de la semana: el candidato centrista y proeuropeo, gracias a una movilización sin precedentes y una participación histórica, ganó finalmente. El pueblo contra las redes sociales. El partido de Zelenski contra el de Putin y Trump.
Y, frente al derrotismo europeo, el espíritu del 89, el nuestro, el de hace ya treinta y cinco años con la caída del Muro de Berlín y, como decía Milan Kundera, con la liberación de la Europa cautiva.
Es más que una buena noticia: es una victoria.
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En Jerusalén, para inaugurar el Festival Internacional de Escritores.
Cancelé hace dos meses mi participación en una conferencia contra el antisemitismo en la que entendí que serían homenajeados representantes de esa extrema derecha que apoyan Vance y Putin, y que yo procuro combatir en todas partes.
Razón de más para honrar esta cita y venir a reafirmar, como cada vez que se me presenta la oportunidad, mi apego a Israel y a esa piedra blanca de Jerusalén que, como decía Benny Lévy, me apacigua y me hace feliz.
El aliento de Jerusalén. Esas colinas que, una mañana, hace más de cincuenta años, surgieron por primera vez ante mí. Ese cielo del que Joseph Kessel decía que nunca está verdaderamente sobre nuestras cabezas, sino a la derecha, o a la izquierda, o más bajo, o más alto.
Ese muro de todas las lágrimas que vi, en esa misma época y por primera vez también, con los ojos febriles del general Moshe Dayan que acababa de liberarlo.
Mis recuerdos de Benny Lévy fundando, junto a Alain Finkielkraut y conmigo, un Instituto de Estudios Levinassianos.
El gran intelectual Yeshayahu Leibowitz explicándome, a la vez, que la ciudad era una casa de oración para las setenta naciones y que era la única en Israel ontológicamente no negociable.
Amos Oz, miembro fundador de La Règle du Jeu, meditando sobre el sentido de la máxima talmúdica que afirma que dos justos (por ejemplo, un israelí y un palestino) “no necesariamente hablan el mismo idioma”.
¿Y Gaza? ¿Y los dos ministros de extrema derecha del gobierno de Netanyahu? ¿Y las insoportables imágenes de civiles palestinos muertos?
Por supuesto. De eso también hablé este lunes por la noche, 19 de mayo. En realidad, nunca he dejado de hablar de ello desde el primer día de esta guerra iniciada y sostenida por los pogromistas secuestradores de Hamás.
Y menos que nunca tengo la intención de callarme.